Cuando nadie miraba, escapó del jardín.
Recorrió la calle dando apresurados saltitos. Un perro le ladró y lo persiguió
sin demasiada insistencia durante unos metros. El muñeco de nieve se ocultó
tras un contenedor de basura; unas personas muy abrigadas cruzaron cargadas de regalos.
Cuando la calle quedó de nuevo en silencio, el muñeco de nieve reanudó su
marcha. Caminó hasta el final de la avenida y después subió la cuesta, dejando
a un lado la iglesia. Llegó hasta el callejón donde ella vivía y anduvo, de
puntillas, hasta el árbol que se erguía en mitad de la placita, frente a su
portal. Y allí, inmóvil, con el corazón latiéndole deprisa y los ojitos fijos
en el cristal de su ventana, aguardó durante horas.
El sol de mediodía, con maliciosa
travesura, le derritió un poco los hombros. Un pajarillo se posó en su nariz de
zanahoria y le picoteó las mejillas. El muñeco estornudó y el pajarillo huyó
espantado. Luego, el horizonte se tiñó de terciopelo púrpura y una brisa helada
lo hizo temblar de frío. Pero ella no aparecía en la ventana. Ella, que con el
mínimo esbozo de una sonrisa agitaba su respiración y estremecía de anhelo sus bracitos
blancos. Ella, que era su vida entera, que con el recuerdo de sus miradas distraídas
se acunaba cada noche y tejía los sueños más dulces.
Como un poeta enamorado de su luna, el
muñeco rondaba a la muchacha cada día. Y como aquél, que nada espera a cambio,
el muñeco nada esperaba, sino verla aparecer un instante fugaz.
Se agitaron las cortinas y vibró el
cristal de la ventana. La muchacha se asomó, protegiéndose del frío bajo una
mantita de nubecillas bordadas. Se fijó en el muñequito de nieve que había
junto al árbol de la plaza. Lo contempló con ternura y sonrió. Después,
tiritando, regresó al interior de la casa.
Y el muñeco, enamorado, con tibias
lágrimas de alegría que dibujaban leves surcos en la nieve de sus mejillas,
volvió a su jardín.
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