No hay madrugada, no hay lienzo de
estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes
cobrizas, ni nubes cobrizas, no hay amanecer, ni aromas de café primerizos, no
hay leves reproches de niños perezosos, ni conductor de autobús, ni caprichos
densos de chocolate. No hay luz, ni esperanza, ni deseo.
Sin ti, duendecillo del alba, no hay
nuevo día.
El muchacho enamorado camina sin rumbo,
atrapado en la noche, en la noche larga y oscura que apenas consuela y alienta
el latido vacilante de su corazón, camina sin brújula en la mirada, enfermos
los vaivenes de su cordura, apoyado débilmente en la baranda de bruma y espuma
que le tienden sus recuerdos. El muchacho enamorado guarda con celo sus
lágrimas, las protege con tenaz coraje, las custodia ante el miedo y la duda,
las aparta, desazonado, de las afiladas garras de la sospecha.
Ay, duendecillo del alba, ven,
acércate, pues sin ti no hay nuevo día.
El muchacho enamorado deambula sin paso
entre callejones solitarios y estrechos, encaramado a su burbuja de aflicción,
flotando en la noche larga y oscura, su ánimo menoscabado, febriles los
vaivenes de su anhelo, aferrado a la estela desvanecida de su memoria. Empuña,
desafiante, imaginarias espadas en alto con las que reta al tiempo, a esa
noche, larga y oscura, que, terca, porfiada, se resiste a marchar.
Porque sin ti, duendecillo del alba, no
hay madrugada, no hay lienzo de azules terciopelos, ni estrellas dormidas, no
hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes púrpuras, ni nubes púrpuras,
no hay amanecer, ni aromas tempranos de café. Sin ti, duendecillo del alba, no
hay nuevo día, y, sin nuevo día, no hay nada.
Ven entonces, duendecillo,
y disipa la noche, y permite al muchacho enamorado extinguir el temor y la
angustia, al fin, entre sus brazos.
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