Estoy en la sala
de espera de un hospital. Estoy esperando algo, no sé muy bien qué es. Estoy
mal sentado en una silla rígida, mal dispuesto a seguir esperando, y el olor
del amoniaco me aterroriza. Está por todas partes. Es un monstruo de zarpas
amarillas que me espía por la rendija de una puerta entornada. Es un monstruo
agrio que me intimida y, con alevosía, me aparta de los demás olores,
encubriéndolos.
Ha salido un
médico a la sala de espera, a esta sala blanca que es como la habitación
secreta y siniestra de un extraño museo de cera. Somos pocos los muñecos,
aunque suficientes para completar una colección insólita. Somos la obra maestra
de un artista perturbado, un trabajo perfecto de imperfecciones. Si hubiera un
espectador, afortunado o no, admiraría nuestra belleza. Pero el médico recién
llegado no es más que un mero conservador de museos, implacable en su oficio.
Se acerca despacio a uno de nosotros y le habla con murmullos.
En mi infancia había murmullos como ésos, y olían a pan. En
mi infancia había una diosa detrás de un mostrador, en una panadería, y todos la
veneraban. Los hombres murmuraban junto a su puerta, enloquecidos, y yo acudía
cada mañana a verla con el pretexto de un recado, con las monedas y mi firmeza débil
de varón en un bolsillo, dulcemente estremecido, y le robaba con desmaña una
sonrisa. Luego, regresaba a casa abrazado a su aroma a pan. Pero es el monstruo
agrio quien ahora me aparta de él, egoísta y perverso, para acobardarme.
El médico ha hecho llorar con sus murmullos al muñeco de
cera, que poco a poco se derretirá, que acabará fundido por un dolor que debe
de quemar como el fuego. O quizá más. Yo soy su próxima víctima, no hay duda,
pues me ha mirado un momento con el disimulo torpe del verdugo. Se ha marchado,
pero sé que volverá a por mí. En mi infancia había miradas parecidas, aunque
más suaves e ingenuas, y olían a hierba mojada. Tenían la misma torpeza, la
misma fugacidad. Eran las miradas de una niña en el parque, una niña del barrio
en un parque del barrio, al atardecer, cada atardecer. Eran las miradas tibias
y punzantes que me distraían del juego, de mis amigos, de mis años de
adolescente, y que después me hurtaban el sueño en la cama. La almohada siempre
me recordaba su aroma a hierba. Pero es el monstruo amargo quien ahora me
aparta de él, malicioso y desalmado, para amedrentarme, para dejarme solo y
desnudo de olores en esta habitación de museo.
Ahí llega el
médico de nuevo. Se acerca despacio.
Sólo somos muñecos.
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