viernes, 31 de agosto de 2018

La pelota


       Había un niño en la calle matando el tiempo con la pelota, bota que bota, bota que bota. Normalmente, el niño no mataba el tiempo en la calle a esas horas de la noche, pero mamá le había puesto la pelota en las manos con cierta urgencia y le había pedido por favor que se fuera a jugar, que no molestara, que no estorbase. Papá no estaba en casa, así que no tuvo que contrastar el permiso. Al abrir la puerta, el niño se topó con un señor perfumado que sonreía mucho, y pensó que sería el tipo de la publicidad, el tipo que le metía a mamá la publicidad en casa. Bajó a la calle y botó la pelota, la botó con fuerza, la botó con cierta urgencia. 
       Adela tenía dos problemas aquella noche: asumir que estaba envejeciendo muy deprisa y concentrarse en la carta que tenía en las manos. El primero formaba parte de una batalla perdida; el segundo era transitorio. Se levantó de la butaca, abrió la ventana y gritó al niño de la calle que dejara de botar la puñetera pelota. El niño se giró un segundo y la miró, sin dejar de botar la puñetera pelota, bota que bota, y decidió que no valía la pena atender a la señora envejecida de la ventana. Seguiría botando la pelota para no pensar en mamá, para no pensar en ella y en el señor sonriente de la puerta, para no pensar en papá, que se había marchado de viaje al extranjero. 
         Adela cerró la ventana. El niño de la calle era un hijo de… Sí, estaba convencida: era un hijo de la vecina. En realidad, el único hijo que tenía la vecina. Pero era muy tarde para jugar en la calle, tan solo, tan desprotegido, con su pelotita y esa carita de bastardo abandonado… Qué raro. Intentó no pensar en ello y volvió a sentarse en su butaca, y tomó de nuevo la carta de su marido, y regresó al renglón donde él le decía que pretendía divorciarse de ella para casarse, entiéndelo, amor, con la jovencita de diecisiete años que había conocido en la biblioteca (la gorda, se dijo Adela con lucidez, seguro que es la gorda), pero la puñetera pelota del niño, que botaba y botaba, que botaba puñeteramente una y otra vez, la distraía de la lectura. De modo que volvió a abrir la ventana y gritó al niño de la calle, con arrebato, que era un hijo de la vecina, un auténtico hijo de la vecina, pero el niño no le hizo ningún caso porque se había girado para abrazar a su papá, que había suspendido el viaje.
       -¿Por qué te grita la vieja de la ventana? –preguntó el padre. 
       -Porque su marido la engaña con la gorda, papá.