Sustituyó la
caperuza roja por un pañuelo blanco y la capa por un pareo floreado, pero
seguía siendo ella. Se desentendió de la cestita de mimbre y ahora lucía un
bolsito negro de cuero y remaches donde sólo tenía cabida el mechero y las
llaves de casa, pero seguía siendo ella. Había cambiado los zapatitos rojos por
unas botas que le cubrían las piernas más allá de las rodillas, pero seguía
siendo ella. Y tampoco tarareaba cancioncillas silvestres, sino extrañas e
irreconocibles melodías.
-Si baaang, si
baaang...
Y, además, había
abusado del carmín y del perfume de melocotón.
-Si muuu, si
muuu...
Aunque, no nos
engañemos, a los ojos del lobo seguía siendo la misma encantadora y dulce
criaturilla.
-Qué sorpresa
–dijo el lobo, embutido en su disfraz de guarda forestal-. Tú por aquí, Caperu.
¿Y eso?
-Hola.
-¿A visitar a la
abuela?
-Te importará
mucho a ti.
-Qué insolente
que eres, hija.
La niña pasó de
largo, apretando el paso. El guarda se enjugó la baba y se pellizcó la
bragueta. Y echó a correr.
La puerta de la
casa estaba entornada.
-¿Abueli?
-Pasa, nena.
Estoy en el dormitorio.
-Te he traído
tabaco.
-Déjalo en la
mesita, anda.
-Huy, tienes los
ojos mogollón de raros, abueli.
-Los tengo así
para... para... para ver mejor en la oscuridad.
-Y tienes las
uñas superlargas.
-Las tengo así
para... para hacerte cosquillas mejor, cariño.
-Y los brazos...
Mírate los brazos, abueli: llenos de pelo.
-Para soportar
mejor el frío, Caperu.
De repente, la
auténtica abuela de la niña abrió la puerta del dormitorio de una patada y
apuntó con la escopeta al lobo.
-¡Jobar! –se
sorprendió la niña-. Si tú estás ahí, abueli, ¿quién es esta abuelita?
-Un impostor
pervertido –le contestó, sin dejar de apuntar al intruso-. Aparta, que le voy a
meter el cartucho por donde hace caquita.
-Conténgase,
señora –le pidió el lobo-, que yo ya me iba.
-A ti te voy a
enseñar yo modales, degenerado –masculló la anciana.
Y apretó el
gatillo, pero la escopeta era una reliquia y no hizo pum, y el lobo aprovechó
la circunstancia para morder a la abuelita en el cuello y a la niña en un
pezón. Y después se marchó, silbando satisfecho.
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