Viste de verde,
luce verde desde la coronilla hasta el talón, rabadilla incluida. En los días
de mucho frío, aún luce más verde, porque se cala un gorro orejero de color
primavera y embute las manos en unos guantes del mismo tono. Toda de verde, de
verde esperanza, de verde abeto, de verde flema, de verde mar (cuando es
verde), de verde Lorca...
-¿Verde poeta o
verde murciano, mamá?
-Verde melón,
como tú.
-No te metas con
mi culo.
-No estoy
metiéndome con él, cariño, sino con el higo chumbo que tienes por cabeza, que
también lo hay en verde.
-Me voy, que
llego tarde.
En la calle,
nunca sabe por dónde empezar. El supervisor aparenta tenerlo claro, pero es
mentira. No hay claridad en la calle, todo es embrollo: las cajas de la
frutería, el cartón de vino, las bolsas que trajo el viento, la manga de una
cazadora, un zapato...
-Cuarenta y dos
–dice. Es un juego.
Gira el zapato y
escupe en la suela, y luego la frota con el dedo: cuarenta y uno.
-Vaya ojo que
tengo. Ojo de tuerta.
Se ríe. O te ríes
o te lloras, no hay más. Aprieta el trasero, niña, que vienen flacas y
empitonan.
Anda, un chico
nuevo. Qué mono. Se llamará Eduardo, como el sobrino de Enriqueta. Qué ojos,
virgencita. Y qué dientes; parecen peladillas.
En la calle,
nunca sabe una por dónde meter mano. Dan ganas de coger el carrito y dejarse
caer cuesta abajo. A escobazos les quitaría el polvo a las farolas. ¡Pim, pam,
que voy! ¡Apartándose, que es gerundio imperioso! Y después se empotraría con
el carro en la fachada de la pastelería, la del chaflán.
Mañana se monta,
paciencia. Aguanten los perros que mañana se tira con el carro calle abajo. A
ver si con un poquito de suerte da con la cabeza en el cristal del escaparate y
lo rompe, y se muere encima de la tarta de limón.
Otro zapato.
-Treinta y nueve.
Gira y escupe.
Frota. Cuarenta y dos.
-A la mierda.
El de los dientes
de peladilla la contempla con guasa desde la parada del bus; anuncia
calzoncillos.
Ella le da en el morro con la escoba. Y le dice, muy suya:
-Ve a burlarte
del culo de tu prima, rico.
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