A Eduardo le
ocurrió como en la fábula del ratón azul, como en ese cuento despropositado del
roedor avaricioso que coleccionaba margaritas. A Eduardo, igual que a muchos hombres,
le pudo la codicia del amor. Ahora le duelen las manos de tanto esconder en
ellas el rostro, ahora llora penas de niño y se pellizca los recuerdos
culpables que le suben por el pecho. Ahora, pero antes no.
El ratón azul de
la fábula había buscado con afán un puñado de margaritas con que poder rellenar
su almohada. Robó seis de un jarrón del comedor, y tenía suficientes, pero se
le antojó hallar una más. De modo que abandonó la casa y salió al jardín a
buscarla. Esquivó el perro del jardinero, correteó inadvertido por el gato que
dormía en la ventana y se ocultó en un ladrillo para que no pudiesen verlo las
niñas del columpio, y allí esperó a que todo el mundo se marchara y lo dejaran
solo. Cuando lo hicieran, arrancaría las margaritas que adornaban la escalera
breve del porche. Serían todas para él. No sólo rellenaría la almohada, también
el colchón, y forraría la alfombra, y cubriría las paredes…
A Eduardo le
ocurrió como al ratón de la fábula, que tenía suficiente y deseó más. Le
bastaban unos labios y quiso besar más, lo saciaban unas caricias y anheló la
embriaguez de muchas otras. El saco de la avaricia está deshilachado, es
frágil, y únicamente soporta el peso de una carga discreta. Ahora lo sabe, pero
antes no.
En el jardín de
las margaritas, la noche resbaló entre las enredaderas y trajo consigo una brisa
fría que helaba palabras y suspiros. El jardinero acabó el trabajo y se alejó
con su perro, el gato se refugió junto a la chimenea y las niñas del columpio olvidaron
el juego por esa tarde. Entonces, el roedor azul surgió del ladrillo y, como
era la primera vez que abandonaba la casa y no sabía orientarse en la noche, desprendió
los pétalos de sus seis margaritas y los depositó en el suelo a medida que
avanzaba, igual que las miguitas de pan de otro cuento.
A Eduardo le
ocurrió como a este ratón de fábula, que no supo contentarse, que no supo
hallar belleza en la sencillez. La brisa fría que vació el jardín fue la misma
que se llevó después los pétalos de las margaritas, arrastrándolos lejos del
roedor azul. A Eduardo lo castiga otra brisa fría, la del desprecio y la
indiferencia. Es casi un viento helado que agrieta las mejillas y corta la piel
de los brazos. Ahora sabe cuánto duele, pero antes no.
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