lunes, 30 de abril de 2018

En la editorial


          Salgo del despacho sin estrechar la mano del hombre. Me despido con un breve adiós y enfilo el pasillo en busca del ascensor. Con los nervios y el enfado, he olvidado los vértigos y el mareo de las alturas. Pulso el botón, aunque ya nadie pulsa los botones, ahora deslizamos la yema del dedo índice por encima del acero y una lucecita nos sorprende con un entusiasmo que no compartimos. Aguardo a que la caja ascensoriana alcance la octava planta y, mientras, me fumo un pitillo imaginario. 
         -Buenos días -saluda alguien, un anticuado, porque ya nadie saluda en los edificios de pública y multitudinaria concurrencia. 
          -Buenos días -digo yo, y me esfuerzo por fingir una actitud amistosa.
       El caballero tose, y yo me vuelvo hacia él con la sonrisa paciente del que presencia la enfermedad crónica sin pestañear. Diablos, el tipo está fumando seis cigarrillos a la vez, todos a un tiempo: los tiene apresados entre los dedos, qué malabarismo, qué barbaridad, qué ganas de hacerse un agujero en los pulmones. 
          -Estoy intentando dejarlo -me dice, y de pronto se revuelve en un espasmo y cae al suelo, y yo lo miro, impertérrito, mientras el caballero se ahoga en una baba grisácea y le surge un inquietante humillo por las orejas. 
          -Va usted a poner la moqueta perdida -le reprocha una mujer enlutada, enlutada y gorda como una vaca golosa, que, para colmo, le clava el tacón del zapato en la garganta y le arrebata con destreza los seis cigarrillos de entre los dedos. 
         Las puertas del ascensor chirrían y la vaca enlutada se abalanza al interior. Da una calada múltiple a los pitillos y luego los arroja fuera de un papirotazo. Me aparto, prudente, para evitar las bengalas, y en ese instante el ascensor se desploma y se precipita al vacío por el hueco con la vaca en su interior, o en brazos, a quien oigo chillar de espanto justo antes de estamparse en el fondo del agujero. 
          -Otra vez -comenta un hombre, que, a juzgar por su uniforme, debe de ser el portero. ¿Y qué hace el portero en la octava planta? 
          -¿Perdón? -digo yo, algo perplejo. 
         -Otra vez -repite el hombre, satisfecho con su crónica-. Ya van tres con ésta. El ascensor, que no pita. ¿Había alguien dentro? 
          -Una vaca... Una señora -contesto yo en dos tiempos, y me sonrojo por la descortesía. 
         -Ya dije en la asamblea de la comunidad del mes pasado que el ascensor no pitaba. Los cables no pitan. El otro día, después de caerse la última vez, hice un apaño con una maroma. Pero no ha servido, ya ves. 
           -No ha pitado -comento. 
         -No, no ha pitado. Y es una lástima, porque a esa maroma le tenía yo mucho cariño. Mi cuñado se ahorcó con ella y la conservaba como recuerdo. No somos nada. Hoy estás aquí, y mañana te has ido. ¿Lo ves? Y el infierno siempre está más abajo que nosotros. Que se lo cuenten a la señora. ¿Era guapa? 
          -No mucho -contesto, y disimulo mi desgana en la descripción. 
         -Da igual. Polvo somos, y a tomar viento. Por cierto, te estarás preguntando qué puñetas hace el portero en la octava planta. ¿Quieres saberlo, campeón? 
          -No, ahórrese la explicación -le digo, y entonces me dejo caer por el hueco. 
          Si al editor le hubiera dado la gana publicarme el libro, nada de esto estaría pasando. Pero hay gente con verdadera mala leche. 
          -¡Muchacho! -grita el portero, asomando la cabeza por el hueco-. ¡Que no somos nada, ya ves! ¡Y el infierno siempre está más abajo!


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