La culpa fue de
ella, siempre fue de ella. Porque en su cabeza se había formado una idea
equivocada, la idea absurda de un romance.
Todo el mundo sabe que una mariposa no puede enamorarse de un
cerdo, y, si lo hace, corre el riesgo de que la encierren en una jaula para
mariposas locas. Además, un cerdo jamás se fijaría en una mariposa. Y, si lo
hiciera, sería para después atraparla y comérsela. No repararía en ella como
dama, menos aún como prometida; no ostentaría modales ni atenciones
caballerosas, no se mostraría siquiera cordial o amable; sólo querría
comérsela. Sería la conducta normal en un cerdo.
La culpa fue de
ella, siempre fue de ella. Se había distraído una mañana, una mañana tonta y
aburrida de sol parsimonioso. Se había distraído saltando de flor en flor como una
borrica hasta que dio, sin pretenderlo, con el charco de barro donde retozaba
el cerdo. Quizá fue el cansancio de la mariposa, que no había dejado de saltar
en toda la mañana, o quizá fue que era idiota sin más; la cuestión es que vio
en aquel gorrino sucio a su príncipe azul, un color que distaba mucho del que
en realidad lo envolvía. Lo vio y pensó que era el hombre de su vida, el héroe
de su cuento de hadas, su futuro marido. No vio el barro ni la actitud
holgazana del cerdo, no escuchó sus gruñidos de cerdo ni vio la porquería que se
le escurría por las orejas. La mariposa sólo tuvo ojos para la belleza interna
del animal, que debía de estar muy interna en aquel momento, a juzgar por la
estampa de caca que lucía. Se enamoró de él, plenamente, sin reparos, sin
prejuicios de ningún tipo. Se enamoró del cerdo abiertamente, y así se lo dijo:
“Te quiero, cerdo”.
Pero el cerdo no
la oyó. Ni siquiera la había visto. Apenas percibió el revoloteo leve de la mariposa,
que iba de un lado a otro con emoción y nerviosismo, cautivada, agitando
frenética sus alas frágiles, tan sedosas, de colores horteras. El cerdo no
escuchó su declaración amorosa; estaba inmerso en el disfrute de su retozar,
estaba revolcándose feliz en el barro, estaba gozando de su recreo. Él no sabía
nada de mariposas imbéciles que se enamoraban de cerdos. No era ése su estilo de
vida.
“Te quiero,
cerdo”, repitió la mariposa. Y, como el cerdo no le hacía caso, ella volvió a
repetirlo: “Te quiero mucho, cerdo”. Se lo dijo una y otra vez. Y después se
acercó a él y se lo gritó a la cara, se lo gritó en las orejas, se lo gritó
desesperadamente una y otra vez. Hasta que el cerdo, que seguía sin verla, dio
un manotazo al aire y, sin querer, la despachurró.
Pero la culpa fue
de ella.
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