Lo que sucedió
fue que Emilio se había enamorado de Elena y que, por descuido, se alejó de
ella.
-Era la mujer de
mi vida –murmuró, sintiéndose atormentadamente culpable.
Pero Emilio no se
resignó a la pérdida; la buscó por todas partes.
Acudió a una comisaría:
-Busco a una
mujer.
-¿Cómo es?
-Hermosa. Tiene
los ojos claros, más azules que el cielo y menos que el mar. Y su cabello es
miel, y su piel es la de un melocotón, y su sonrisa no es de este mundo.
-¿Cuándo la vio
por última vez?
-No lo sé.
Acudió a una
juguetería:
-Estoy buscando a
Elena –dijo.
-Acabo de abrir y
es usted el primer cliente –le informó el dueño-. No ha venido nadie por aquí.
-Usted vende
muñecas de porcelana.
-Es cierto.
-Elena debe de
estar entre ellas.
-¿Es una pieza de
colección?
-No lo sé.
Acudió a una
pastelería:
-¿Ha visto usted
a Elena? –le preguntó a la encargada.
-¿Cómo es?
-Dulce. Intensa y
sutil como una trufa y hechicera como el caramelo. ¿La ha visto?
-Creo que no. ¿Es
una mujer?
-No lo sé.
Y después de
varios días de búsqueda infructuosa, Emilio bajó los brazos y se dirigió a su
casa.
Elena lo esperaba
en el salón, malhumorada.
-¿Dónde has
estado? –le preguntó ella.
-Por ahí.
-¿Por qué no
llamaste?
-No lo sé. Tenía
miedo.
-Te he echado de
menos, ¿sabes?
-Y yo creí que te
había perdido.
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