Ángela está
enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes
nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató
el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente
era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama,
hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa.
-Me voy, Pablo
–se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo.
Pablo es su gato
siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy
lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por
sabia, por espabilada.
En la calle, que
hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va
envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no
se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas.
Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus
prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos
veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los
coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que
hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de
siempre.
Ahí voy, hecha
una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el
maquillaje es muy caro.
-Buenos días,
Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que
mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina.
La muchacha mira
la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a
su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado
de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y
sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y
enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice
que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se
despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de
menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les
grita que son tan cobardes como un perro flaco.
-Lo siento, Rosa
–se disculpa con la dueña-. Me salió del alma.
Del alma le ha
salido, y es bien cierto. Aunque tarde.
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