Los tubos
fluorescentes se apagan, uno a uno, como las fingidas fichas de un dominó
luminoso y decadente, y el manojo de llaves, que rebota y cuelga de la cintura
del librero, indica, con su cascabeleo, el camino hacia la puerta y la cercana
ausencia del hombre huraño.
Con el último
chasquido de la llave en la cerradura, los libros se distienden y unos
personajillos diminutos asoman las cabecitas con prudencia por entre las tapas
de cartón.
-¿Ya se fue?
–pregunta una niña rubia, la del país maravilloso.
-Sí, ya se fue
–le responde un muchacho inquieto y travieso, un pícaro al que llaman
Lazarillo-. ¿Vienes, rubita?
-No, que he de
escribir unas cartas.
-¿A quién, a un
novio tuyo?
-A un coronel.
El Lazarillo
resopla y se aleja de la muchacha.
-Tú te lo
pierdes, boba. –Al chiquillo le prometieron unos hombres llevarlo con ellos hoy
a un viaje fascinante, a un viaje al centro de la Tierra, y él había pensado
que tal vez Alicia querría acompañarlo.
Sobre uno de los
mostradores de cristal, los personajes de una emblemática colmena se han
reunido a escuchar los versos de un poeta que, según dice, acaba de regresar
emocionado de Nueva York. Más allá, sentados en el borde de un estante, junto a
un busto en madera de Jonathan Swift, un Drácula alicaído confiesa a Romeo su
amor por Julieta, y el joven de Verona le sonríe y lo consuela rodeándole los
hombros con un brazo.
-¡Arre! –grita el
revoltoso Tom Sawyer a lomos de Moby Dick, una ballena blanca convertida en el
más extraño de los corceles-. ¡Arre, arre!
En lo alto de la
caja registradora, Robinson Crusoe comparte un té con un curioso invitado, el
investigador Hércules Poirot.
-Y éste es
Viernes, mi criado.
-Mucho gusto
–dice el detective, y estrecha la mano del sirviente.
Y más abajo, por
entre el polvo y la ceniza acumulados al pie de la mesa, seis personajes van en
busca de autor, y una niña perversa, Lolita, saca burla a un caballero maduro y
arrebatado, y un ingenioso hidalgo hace frente con su lanza a la ballena blanca
de Melville, y, manteniéndose en peligroso equilibrio sobre una esfera
terrestre de cartón, un muchachito rubio de sempiterna bufanda al cuello riega
la única planta de su mundo.
Pero amanece
enseguida, amanece con injusta premura, y los personajes de los libros regresan
con dolor a su lugar antes de que el librero huraño los sorprenda, y ellos
fingen entonces la más terrible de las farsas: no ser más que la invención de
un puñado de locos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario