Se sienta y
aguarda una tarde entera a que llegue el momento de verlo. El cielo la amenaza
con lluvia, la amenaza con aguarle su fiesta breve de emociones, pero ella
ignora las nubes de algodón inflado igual que ignora siempre los consejos de su
abuela. Que el amor hace daño es algo que ya intuye; no necesita que nadie le
repique en los oídos. También hace daño estar sola.
Se sienta y
aguarda una jornada entera a que llegue el instante. Se sienta en el borde de
la acera, encogida, hecha un ovillo de deseos y de nervios, se sienta y dibuja
en el cristal de sus ojos un beso. Y llora, qué boba. Llora porque el beso
nunca llega, llora y se pone perdida de llanto.
-Estás mojándote,
niña –le dice un hombre-. ¿No ves que llueve?
No responde, se
enfurruña. Ni ve que llueve ni quiere verlo. No necesita que nadie...
-...me repique en
los oídos.
-¿Qué dices?
-Nada.
Se encoge, ahora
de frío, pero no se viste la chaqueta. Ella sabe que con la blusa luce más
hermosa. Se lo ha dicho esa mañana el espejo. La chaqueta está en el suelo,
hecha un nudo. La trajo por no escuchar a su abuela. Los mayores creen saberlo
todo, que si abrígate que luego duele la garganta, que si ay si yo hubiese
tenido tus oportunidades, que si el corazón se rompe sólo de mirarlo...
Que se rompa. A
ella le importa un pimiento. Ella lo que anhela es que llegue la noche para
verlo salir del trabajo y ahogarse enamorada de pena. Se sienta cada día en la
acera con ese fin, y lo demás puede esperar. Lo demás es secundario, como dice
su padre. Sólo que su padre no habla de amor, sino de otras cosas. Se sienta
cada día y aguarda una vida entera por verlo salir, por verlo un segundo y
poder morirse en él de alegría.
Cuando llega la
magia, cuando la noche le regala el momento, la niña se muerde el miedo y
aprieta los puños. El desmayo la tambalea mientras contempla al muchacho
ajustarse el abrigo y despedirse en la calle de su jefe. Ella lo mira con
fijeza, lo retiene en las pupilas con fuerza para llevárselo consigo a la
almohada, cada gesto de él, cada suspiro.
Si hay suerte esa
noche, el chico cruzará con ella una mirada casual y la niña creerá que le arde
el pecho, y la locura de una esperanza clandestina se le grabará a fuego en las
mejillas.
Y, si no hay
suerte, si no la mira esa noche...
-Si no hay
suerte, se pinta –murmura la chiquilla.
Es lo que siempre
le repica su abuela en los oídos.
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