miércoles, 20 de mayo de 2015

El ataque


         Don Roberto se sentó en la mecedora y hurgó en su pasado. Lo conmovió la distancia entre los recuerdos y el color antiguo de las caras. Lo sorprendió el estruendo de los cacharros en la pila, el que siempre había formado su madre al fregar.
         -Roberto, cielo, alcánzame la jarra.
         -Mamá, cuánto tiempo...
         -Alcánzame la jarra, hijo.
         -Sigues igual...
         Lo aturdió la imagen de su padre junto a la ventana, mirando de reojo la calle, asintiendo en silencio.
         -Papá.
         -¿Qué quieres? No tengo dinero.
         -¿Cómo estás?
         -Fastidiao.
         -Me alegro de verte.
         -No digas tonterías.
         Lo atemorizó el sargento, el diablo uniformado, y se apretó contra la pared.
         -Eh, novato, ven aquí.
         No fue. O quizá sí, pero miró hacia otro lado. Miró hacia la ventana de María, que se estaba asomando.
         -¡Guapa!
         -Roberto, como te vea mi padre por aquí, me pela.
         -Baja un rato, anda.
         -Ahora no puedo.
         Lo emocionó ver a María en la habitación del hospital, con la Martita a su lado, en el hueco de los brazos.
         -¿Duerme?
         -Como un ángel.
         Y lo apenó verla después, a la Martita, llorando en la calle, encogida, porque un chico la había dejado plantada. Su primer desengaño.
         -No llores, tonta.
         -Déjame.
        Luego, don Roberto se cansó de hurgar y echó una siesta en la mecedora. Sonreía como un bobo, como un bobo feliz. El médico contó a sus hijos que había sido fulminante.


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