Don Roberto se
sentó en la mecedora y hurgó en su pasado. Lo conmovió la distancia entre los
recuerdos y el color antiguo de las caras. Lo sorprendió el estruendo de los
cacharros en la pila, el que siempre había formado su madre al fregar.
-Roberto, cielo,
alcánzame la jarra.
-Mamá, cuánto
tiempo...
-Alcánzame la
jarra, hijo.
-Sigues igual...
Lo aturdió la
imagen de su padre junto a la ventana, mirando de reojo la calle, asintiendo en
silencio.
-Papá.
-¿Qué quieres? No
tengo dinero.
-¿Cómo estás?
-Fastidiao.
-Me alegro de
verte.
-No digas
tonterías.
Lo atemorizó el
sargento, el diablo uniformado, y se apretó contra la pared.
-Eh, novato, ven
aquí.
No fue. O quizá
sí, pero miró hacia otro lado. Miró hacia la ventana de María, que se estaba asomando.
-¡Guapa!
-Roberto, como te
vea mi padre por aquí, me pela.
-Baja un rato,
anda.
-Ahora no puedo.
Lo emocionó ver a
María en la habitación del hospital, con la Martita a su lado, en el hueco de
los brazos.
-¿Duerme?
-Como un ángel.
Y lo apenó verla
después, a la Martita, llorando en la calle, encogida, porque un chico la había
dejado plantada. Su primer desengaño.
-No llores,
tonta.
-Déjame.
Luego, don
Roberto se cansó de hurgar y echó una siesta en la mecedora. Sonreía como un
bobo, como un bobo feliz. El médico contó a sus hijos que había sido
fulminante.
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