lunes, 28 de marzo de 2016

El hombre y su condena


         No tendrá más de cincuenta años. Ni un latido más, ni un latido menos. Camina calle abajo, fingiendo que su cojera es casual, fingiendo un miedo que no tiene, ocultando un valor que apenas lo sostiene. Ni un latido más, ni un latido menos. El hombre arrastra una cadena tras él, una serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su chirrido ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado gesto de sorpresa. Pobre hombre, dicen algunos, fingiendo compasión. Ni un latido más, ni un latido menos.
         El olor de la culpa ha impregnado los tejados. Y allí perdurará. Permanecerá sobre las casas como una vergüenza, como un sonrojo que no diluye el tiempo. Quisiera mirar hacia otro lado, pero no puedo. No quiero. Quisiera creer en su inocencia, pero no puedo, no quiero. Su culpa es mi certeza, su condena es mi placer. Quisiera, pero no quiero.
         El hombre se arrastra calle abajo. No tendrá más de cincuenta años. Apenas un latido más, apenas un latido menos. Ha sonreído a la mujer de la pescadería, ha sonreído al horizonte, al niño del panadero, a la hija del jardinero. Ha sonreído a su destino, fingiendo que sus heridas son casuales, fingiendo un dolor que no tiene, ocultando una firmeza que a duras penas lo sostiene. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El hombre se ha abrazado a su cadena, a su serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su pecado ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado grito de complacencia. Malnacido, dicen algunos, fingiendo justicia.
            Apenas un latido más, apenas un latido menos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario