El destino de cada hombre no siempre es
exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse
con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos
por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre.
El animal no tuvo nada que ver con la
mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante,
o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra
durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué
culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en
las finanzas.
Tan impasible como ahora, que, sentado a
medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte
orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su
dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas
o de caprichos. Si acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle
que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón
tibio.
-Nada -dice el hombre.
El perro se incorpora y se acerca a su
amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en
que antes vivía.
-No hay nada, Gabi. Vámonos.
El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña,
muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo
llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando
hasta enmudecer.
Pero por una sonrisa de su dueño, podría
maullar y volar como un pájaro.
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