jueves, 27 de septiembre de 2012

El perro del vagabundo


         El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre.
         El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas.
         Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Si acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio.
         -Nada -dice el hombre.
       El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía.
         -No hay nada, Gabi. Vámonos.
         El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer.
         Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro.


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