Cada día, con las
primeras gotas de luz, la niña se viste con su sombrero y se sienta en el
portal. Puede que llegue hoy, puede que hoy la sorprenda con su sonrisa y sus
ojos de almendra. Ella esperará con paciencia, sentada en el escalón frío de
piedra, hasta que el sol de mediodía le revele que ha pasado otra mañana en
vano.
Cada tarde, con
las primeras lágrimas de la niña, su madre se viste con las fuerzas que aún
conserva y se sienta en el portal. Acaricia a su hija y le da una manzana.
Tienes que comer algo, no puedes seguir así, le dice. La niña no come, no
quiere manzanas. Puede que su madre hable con ella hoy, puede que hoy la
sorprenda con su tristeza oculta y su dolor sofocado. Esperará con paciencia el
momento, sentada en el escalón frío de piedra, hasta que la luz plata de la
luna les cubra las manos de nieve y les susurre que han pasado otra puesta en
vano.
Cada noche, con
las primeras lluvias del alma, una estrella se viste con su más suave destello
y se refleja en el portal. Puede que todo acabe hoy, puede que hoy la vida se
sorprenda con su propia sonrisa. Ella esperará con paciencia, tendida en el
escalón frío de piedra, hasta que el alba se la lleve consigo y la envuelva en
seda.
La niña duerme
ahora, abrazada a su sombrero, dichosa en el sueño que maquilla sus días, que
le evita por unas horas el daño, como una medicina nocturna, como una
bendición, abrazada a su sombrero, a su recuerdo. Su madre, desde un rincón del
dormitorio, la contempla muda, sujetándose el corazón con manos débiles.
Después, cuando
amanezca, con las primeras melodías de los pájaros, la niña se vestirá con su
sombrero y se sentará en el portal. Puede que llegue entonces, puede que
entonces él la sorprenda con su sonrisa y sus ojos de almendra. Puede que hoy
acabe su viaje y regrese por fin a su lado.
O puede, también,
que su madre sea valiente y le explique que ese viaje no acabará nunca.
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