jueves, 16 de octubre de 2014

Mensaje sin botella


         Caminaba de noche, caminaba de puntillas entre los charcos, bajo la luna llorona. Paseaba tarareando canciones de niños, de puntillas entre las risas de la gente. Y, al girar una esquina, lo vio.
         Vino hacia él, revoloteando débilmente como un pajarito herido. Era un pliego de papel rosado, una hoja a rayas de color cursi, sucia de barro en su envés. La cogió y pensó en su madre, pensó en ella riñéndole por rescatar las cosas del suelo, pensó en esos microbios de ojos amarillos y garfios de metal de los que ella hablaba, aunque le costó imaginarlos escondidos en ese folio rosa. Lo desplegó con curiosidad y lo leyó.

                    "Porque no quiero continuar conociéndome,
                    porque no soporto el vaivén de mis locuras,
                    porque acabo rebuscando entre los muebles un beso tuyo,
                    porque duele en los ojos la luz de los sueños,
                    por eso me voy...”

         Junto a él había un gato que parecía querer leer la carta también. El muchacho lo saludó con un gesto y se sentó en un banco cercano, y se mojó con el agua de lluvia. El gato lo siguió.
         -No tengo comida, chato –le dijo.
         El animal no protestó. Se detuvo a sus pies y lo miró fijamente. Era blanco y tenía una mancha gris en el lomo.
         -¿De verdad quieres saber qué dice la carta? Es un poema. ¿Te gustan los poemas?
         Un maullido por respuesta.

                    "Porque ya no quiero seguir traicionándome,
                    porque no resisto el hedor de la demencia,
                    porque acabo rebuscando entre tus ropas una caricia,
                    porque hiere en la garganta el sorbo del tiempo,
                    por eso me voy...”

        Alguien le arrancó de las manos el papel y salió huyendo. Era una chica muy joven de cabellos azules, que corrió ruborizada.
         -¡Me ha gustado mucho! –le gritó-. ¿Es tuyo?
         La chica no contestó, y el gato se rió de él.


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