Caminaba de
noche, caminaba de puntillas entre los charcos, bajo la luna llorona. Paseaba
tarareando canciones de niños, de puntillas entre las risas de la gente. Y, al
girar una esquina, lo vio.
Vino hacia él,
revoloteando débilmente como un pajarito herido. Era un pliego de papel rosado,
una hoja a rayas de color cursi, sucia de barro en su envés. La cogió y pensó
en su madre, pensó en ella riñéndole por rescatar las cosas del suelo, pensó en
esos microbios de ojos amarillos y garfios de metal de los que ella hablaba,
aunque le costó imaginarlos escondidos en ese folio rosa. Lo desplegó con
curiosidad y lo leyó.
"Porque no quiero continuar conociéndome,
porque no soporto el vaivén de mis locuras,
porque acabo rebuscando entre los muebles un
beso tuyo,
porque duele en los ojos la luz de los sueños,
por
eso me voy...”
Junto a él había
un gato que parecía querer leer la carta también. El muchacho lo saludó con un
gesto y se sentó en un banco cercano, y se mojó con el agua de lluvia. El gato
lo siguió.
-No tengo comida,
chato –le dijo.
El animal no
protestó. Se detuvo a sus pies y lo miró fijamente. Era blanco y tenía una
mancha gris en el lomo.
-¿De verdad
quieres saber qué dice la carta? Es un poema. ¿Te gustan los poemas?
Un maullido por
respuesta.
"Porque ya no quiero seguir traicionándome,
porque no resisto el hedor de la demencia,
porque acabo rebuscando entre tus ropas una caricia,
porque hiere en la garganta el sorbo del
tiempo,
por eso me voy...”
Alguien le
arrancó de las manos el papel y salió huyendo. Era una chica muy joven de
cabellos azules, que corrió ruborizada.
-¡Me ha gustado
mucho! –le gritó-. ¿Es tuyo?
La chica no
contestó, y el gato se rió de él.
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