Estuvo llorando toda la noche. Cuando amaneció, las lágrimas
cubrían la alfombra. Huyó de la almohada. Caminó a tientas, palpando las
paredes, cegada por los recuerdos. Tropezó con los fragmentos usados de su
dignidad y a punto estuvo de caer. Abrió el grifo, a tientas. Más lágrimas. Y
con ellas se lavó la cara.
Desde lo alto de la torre, el hombre le hacía gestos para
que lo mirase, para que le prestara atención. Estoy aquí, le decía. Estoy aquí,
princesa. Desde lo alto de la torre, lejano, diminuto, apenas un punto en el
horizonte, apenas un borrón de tinta en una hoja enorme, vacía y blanca.
Desayunó, a tientas. Dejó un rastro de mermelada por el
pasillo de la casa, por el pasillo que forman las casas bajas, por el pasillo
que forman los puestos del mercado. Vio a un niño sentado en el suelo, con las
manos cubiertas de barro, con el rostro cubierto de inocencia. Le ofreció una
sonrisa, pero el niño no pudo aceptarla. Lo siento, le dijo, no puedo
aceptarla. Se alejó, a tientas.
Desde lo alto de la torre, el hombre le hizo gestos para que
lo mirase, para que le prestara atención. Me dejaré caer, le dijo. Estoy aquí,
princesa. Desde lo alto de la torre, ajeno, minúsculo, apenas una brizna de
hierba helada en un paisaje de invierno, apenas un borrón de tinta en su
memoria, vacía y blanca.
Quiso llorar, de nuevo. Su corazón, a tientas, se agitó con
tristeza en el pecho. El sol de la tarde, indiferente, brincó entre los tejados
sucios con descuido. La mujer huyó. Dejó un rastro afrutado de melancolía, de
caramelos amargos. Esquivó a las personas sin rostro que aparecían en el camino,
trató de sortear sus manos agarrotadas. La noche se reflejó en las ventanas y
le desgarró el vestido. Huyó, se alejó de la torre, y se ocultó, a tientas,
entre las sombras mudas de su tristeza.
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