No entiende de
amor, pero siempre es testigo impertérrito. Ha presenciado, desde que el primer
rayo de luz le cegó los ojos hasta hoy, la declaración del amante más artero y
el suspiro más carente de cautela de una amada; ha presenciado el lamento
moribundo del amante malherido y la súplica a destiempo de la amada, tan amada;
ha presenciado la ofrenda del amante ofuscado y el menosprecio ostensible de la
amada, que no se sintió amada.
A sus pies,
hombres enteros se han deshecho en llanto. Ha visto a mujeres consumirse de
dolor por un desengaño. Ha visto a las niñas tirar de los pétalos de una
margarita, las ha visto reír con arrobo y con recato de menta y primavera; ha
visto al muchacho que quiebra su juventud limpiando el rastrojo, jurar su vida
por los labios de una joven no primeriza, y lo ha visto luego, el día que
siguió a la conquista, jurar su nombre al cielo y rubricarlo con sangre. Ha
visto morir al hombre que acarició sin licencia un cabello; ha visto a una
mujer de ojos perdidos regalar su vida al viento después de que un alba fría se
llevara en brazos a su marido; ha visto crecer una sonrisa en el rostro blanco
de un niño con el paso ligero de una muchacha, y ha visto a esa muchacha,
vestida de domingo y caramelo, devorar la risa del niño y saciarse con ella, y
caminar así con más firmeza.
-Soy testigo de
un amor que no entiendo –murmura-. Soy testigo, a veces, de un sufrimiento que
no entiendo.
Con el atardecer,
una pareja se refugia en su falda. Hay arrumacos de seda y manos entretejidas,
hay silencios que pesan como el plomo, hay lluvia en la mejilla de la chica,
hay besos amargos que flotan entre los labios y cabecean como barquitos de
papel, hay un columpio de miradas marchitas. El de esta pareja es un amor
imposible, es un amor no consentido por los demás. Hoy dicen adiós al mundo, lo
dicen juntos, lo dicen ligando un abrazo. Se marchan juntos para burlarse de la
censura, para que nadie vuelva a alzar una voz hiriente, para reírse por fin
del miedo, para bailar mil noches entre hogueras de prejuicios, para que
aquéllos que no aprobaron sus deseos acepten por la fuerza sus destinos. Se
marchan juntos, viajan en la carroza del ocaso. Y él es testigo.
A la luz clara
del día, que amanece entre temores, los cuerpos de los amantes semejan muñecos
de cera. Están tumbados a los pies de un olmo centenario que parece intentar,
con sus ramas densas, protegerlos tardíamente del mundo. De sus hojas se
desprenden con lentitud las gotas menudas del rocío. El rumor temprano e
inquieto de los pájaros revela al pueblo la tragedia. No hay sorpresa, sino
pena.
Cuenta un niño que
estuvo allí que las gotitas de rocío cayeron todo el día de las hojas del olmo.
Dice que lloraba.
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