A Gustavo cada
vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del
desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su
ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda
suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo
pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja.
Gustavo está
solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha
abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes, se
ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a
escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar
tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el
cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro,
tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida
de su mujer:
Querido
Gustavo:
Te dejo. Preferiría morirme otro día, más
tarde,
pues
aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia
en
el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando
en
el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se
esconde
apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo
sin
querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti
esta
noche. Adiós.
Gustavo relee la carta
cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un
fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras
delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le
arruga los ojos.
Gustavo se muere
viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le
arrebatan la magdalena de la mano.
Pero mañana
saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y
saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así
lo ha prometido.
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