Tocaba a su puerta, implacablemente
puntual. La sombra de sus zapatos se colaba por la rendija y se arrastraba por
el suelo mugriento hasta su mesa, como una serpiente testaruda. Tocaba su
sordera a su puerta, empedernidamente puntual.
-¿Quién es? -preguntaba retóricamente
el hombre, temblando de miedo.
-Tu sordera.
-¿Quién? -preguntaba más retóricamente
aún.
-Tu puñetera sordera.
Al hombre lo fascinaban los fuegos
artificiales. Odiaba las fiestas, pero en las fiestas había fuegos, y así
acababa odiándolas menos. Lo fascinaban las mujeres desnudas. Odiaba los
burdeles, pero en los burdeles había senos desnudos, y así acababa odiándolos
menos.
-Abre la puerta.
-No. Tengo miedo -decía, retóricamente,
y temblaba.
Al hombre lo fascinaban las pinturas,
los paisajes de caza con perros y caballos, los cestos preñados de manzanas
rojas. Odiaba los museos, pero en los museos había centenares de óleos y
acuarelas, y así acababa odiándolos menos. Lo fascinaban los buques mercantes.
Odiaba los puertos, infectados de borrachos y gaviotas burlonas, pero en los
puertos había mercantes, y así acababa odiándolos menos.
Tocaba su sordera a su puerta, inhumanamente
puntual. La sombra espesa de sus garras se colaba por la rendija y se
arrastraba por las paredes desempapeladas hasta su cama, como una terca serpiente.
Tocaba su sordera a su puerta, y el estruendo intermitente le encogía el alma.
-¿Quién es? - preguntaba retóricamente
el hombre, estremecido.
-Tu sordera.
-¿Quién? -preguntaba más estremecido
aún.
-Tu maldita sordera.
Al hombre lo fascinaba la música que
brotaba del clarinete, las notas amargas y desnudas que arrojaba con exquisita
dulzura el piano. Odiaba el mundo que lo rodeaba, pero en el mundo había hermosas
melodías, y así acababa odiándolo menos.
-Abre la puerta.
-No, que me arrebatas la vida, y sin la
vida ya no podría quedarme nada.
Tocaba a su puerta, sañudamente
puntual.
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