Estimada
mía:
A mi llegada, no encontré otra cosa que
gente extraña y bruma. Había anochecido profundamente, perpetuo e incómodo
viaje, y en las calles desconfiadas de esta nueva ciudad no hallé un sólo gesto
amable; no hallé un sólo gesto, en realidad. Noche, recelo ajeno y más noche.
El recepcionista del hotel apenas levantó la mirada un instante de su libro
enorme y deslavazado. Apenas lo alteró mi presencia; apenas me conmovió su
displicencia, en realidad.
Amanece ahora, más allá de las cortinas,
más allá del horizonte desgarrado. Un sol enfermo se pone en pie con
dificultad, desafiante, con la calma tediosa de un anciano moribundo. Empapa
los tejados con su luz primeriza, irrumpe en este dormitorio roñoso y desnudo,
en este ajeno y desangelado rincón, aún más horrible sin su disfraz de penumbra.
Desordena y destempla mi ánimo también, luz hiriente, antipática, suspicaz. Se
interpone entre mi nostalgia y mi rencor, entre la duda y el temor, entre la
ansiedad y el hastío.
Dormiré todo el día. Soñaré sin soñar
sueño alguno. Anhelo el regreso de las sombras, de la noche dulce y fría, de su
bruma.
Te escribiré.
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