sábado, 14 de abril de 2012

Epistolares (II) - Bruma


           Estimada mía:


A mi llegada, no encontré otra cosa que gente extraña y bruma. Había anochecido profundamente, perpetuo e incómodo viaje, y en las calles desconfiadas de esta nueva ciudad no hallé un sólo gesto amable; no hallé un sólo gesto, en realidad. Noche, recelo ajeno y más noche. El recepcionista del hotel apenas levantó la mirada un instante de su libro enorme y deslavazado. Apenas lo alteró mi presencia; apenas me conmovió su displicencia, en realidad.
Amanece ahora, más allá de las cortinas, más allá del horizonte desgarrado. Un sol enfermo se pone en pie con dificultad, desafiante, con la calma tediosa de un anciano moribundo. Empapa los tejados con su luz primeriza, irrumpe en este dormitorio roñoso y desnudo, en este ajeno y desangelado rincón, aún más horrible sin su disfraz de penumbra. Desordena y destempla mi ánimo también, luz hiriente, antipática, suspicaz. Se interpone entre mi nostalgia y mi rencor, entre la duda y el temor, entre la ansiedad y el hastío.
Dormiré todo el día. Soñaré sin soñar sueño alguno. Anhelo el regreso de las sombras, de la noche dulce y fría, de su bruma.
Te escribiré.



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